En los barrios era una escena habitual. El piberío jugaba al fútbol en la calle. Con distintas variantes, según la intensidad del tráfico: en las cuadras más tranquilas, los arcos podían armarse con piedras en medio de la calzada; si no, se aprovechaban los árboles como postes, en la misma vereda. Los más audaces situaban un arco en cada vereda y se jugaba en diagonal. A veces había que soportar el poder que se arrogaba el chico que traía la pelota, sin la cual no habría juego. Por supuesto, no había árbitro y los fallos se discutían entre los propios jugadores hasta llegar a un consenso. Pero si el dueño del balón no estaba de acuerdo, vetaba la decisión con la amenaza terminante: “Me llevo la pelota y no juega nadie”. El castigo podía volverse contra su propio equipo, cuando el consenso determinaba en qué puesto jugaría cada uno y el muchachito en cuestión quería ocupar un lugar distinto al asignado.
El debate democrático es otra cosa. O debería serlo. Los proyectos de ley, por esencia, se discuten en el Congreso. Y hay que lidiar con el resultado. La Constitución previó el mecanismo para que “el dueño de la pelota” vete la ley. También prevé que el Parlamento insista. Ahí “el dueño de la pelota” debe acatar la decisión. O debería hacerlo.


