Se acabó el año y los malos resultados económicos —no hay que engañarse: un crecimiento de 0.3% no es un buen año— parecen estar alcanzando a la administración de la presidenta Sheinbaum. El estancamiento crónico de la economía y el colapso de la inversión finalmente hicieron sonar las alarmas en Palacio Nacional.
Desde la reunión sostenida hace un par de semanas con algunos de los principales empresarios del país, así como las diversas acciones de la Presidencia, se nota un posible cambio de actitud orientado a promover la inversión, tanto nacional como extranjera. No parece tratarse solo de voluntad: en las últimas semanas se han detonado esfuerzos para acelerar las inversiones en el país. Como se repite en distintos foros, los fundamentales de la economía están ahí: un país grande, con finanzas públicas que a la distancia parecen sanas —aunque el problema es mayor de lo que queremos aceptar—, junto al mercado más grande del mundo, acceso preferencial para nuestras mercancías e infraestructura adecuada.
Pero el diablo, como siempre, está en los detalles. El estancamiento no es producto de la mala suerte, de Trump o de los neoliberales. Es el resultado de las políticas del gobierno anterior que esta administración decidió continuar. Dichas políticas se han combinado para crear una situación fiscal aberrante. Tres componentes lo explican: el comportamiento del SAT, la reforma al Código Fiscal de la Federación incluida en el Paquete Económico 2026 y, por supuesto, la reforma judicial.
Empecemos con el SAT. Su función es recaudar el mayor número de impuestos y es una realidad que en el pasado se cometieron excesos; sin embargo, lo ocurrido desde el sexenio anterior raya en la locura. Al “terrorismo fiscal” ejercido mediante la justicia penal se suman hoy la falta de devoluciones de IVA a exportadores y auditorías que resuelven créditos fiscales de millones de dólares de forma arbitraria. Las historias de deudas millonarias que surgen de la nada son cada vez más comunes en la iniciativa privada.
A esto se agrega la reforma al Código Fiscal de la Federación, que obliga a las empresas a garantizar el interés fiscal cuando el SAT determina un crédito. Dicha garantía debe realizarse mediante un depósito en el Banco del Bienestar, es decir, con recursos en efectivo inmovilizados a favor de la autoridad. Esta condición es indispensable para suspender el cobro y poder impugnar el crédito, lo que obliga a las empresas a congelar parte de su liquidez desde el inicio del conflicto legal.
Antes existían mecanismos de defensa frente a estas arbitrariedades. Eso ya se acabó.
El componente más crítico de esta combinación letal es la reforma judicial. Desde todos los frentes —juristas, economistas y empresarios— se advirtió que sería nociva, y el pronóstico, desafortunadamente, se cumplió. Hoy no existe certeza jurídica sobre cómo ni bajo qué criterios resolverá el Poder Judicial este tipo de asuntos, ni qué decir de la SCJN.
Imaginemos el siguiente escenario: el SAT impone a una empresa un crédito fiscal injustificado o mal argumentado por millones de dólares. La empresa debe poner esa cantidad en garantía en el Banco del Bienestar durante todo el proceso legal, mientras esa disputa será resuelta por un Poder Judicial y una SCJN cuyos criterios son inciertos.
Con estas reglas, no hay comités ni mesas de trabajo capaces de detonar la inversión. Lo que existe es un entramado institucional, regulatorio y de comportamiento que envía un mensaje claro a inversionistas: que aquí no son bienvenidos.

